Regresar a los años 70 ha sido lo más destacado de mi viaje a Tánger. Los recuerdos del pasado se enquistan en la memoria para dejarnos sensaciones en vez de realidades, hasta que te das de bruces con una obviedad, ya sea en forma de fotografía antigua o paisajes similares a lo vivido anteriormente.Ahora que estoy de regreso y con los recuerdos todavía recientes, veo las fotografías que durante estos días he estado haciendo y me quedo y hago constar para la posteridad, con lo vivido en esa ciudad que representa la frontera de dos mundos distintos.Lo primero que me llamó la atención, a escasos kilómetros de la península y estando en el ferry, es ver a un musulmán que colocaba su alfombra en una esquina del barco para comenzar a hacer sus rezos. Esta demostración de fe, tan singular, me fue preparando para encontrarme con una realidad diferente de la que estoy acostumbrado a ver habitualmente.Nada más llegar al puerto de Tánger, te das cuenta que a pesar de lo cerca, pues las costa española se sigue viendo, el retroceso de años que va de un país a otro. Después de una larga caminata para llegar al control de pasaportes, hay que subir una escalera de aproximadamente un piso, cargados con las maletas, te encuentras con unas escaleras motrices, me explico, hay una rampa en medio de los escalones para que las ruedas de las maletas sean empujadas por la fuerza motriz de los brazos, supongo que dentro de treinta años esas escaleras serán mecánicas.
El siguiente impacto visual y anacrónico fue ver la parada desordenada de taxis, o como llaman ellos; los “gran taxi”, que son mercedes de más de treinta años de color beige, cuya decadente presencia exterior nunca superará a la cutrez de su interior.
Cuando llegas por primera vez a una ciudad desconocida no puedes ir al sitio más feo de ella. Pues es lo que hice, pensando que estaba en la Medina, me encontré con un mercado infame donde entre el olor a putrefacto, las miradas morunas y la estrechez del espacio, me produjo una sensación de angustia desesperada. Pero claro, eso no era la Medina, la Medina era otra cosa, pues esta se encontraba entre calles estrechas rodeadas de edificios decrépitos cuyos bajos están ocupados por tiendas llenas de multitud de ropa falsificada y productos típicos de Marruecos. Buscando un espacio único y encantador, donde la luz me cautivara entre edificios soñados de las mil y una noches, volví al hotel algo decepcionado. Todo cambió cuando mis amigos anfitriones me recogieron, pues fui a cenar a la casa de Italia donde rodeado de un príncipe de no se donde, nos reímos y discutimos bajo un cielo estrellado saboreando unos excelentes calamares, que es el plato estrella de la casa de Italia. La noche terminó en un bar, restaurante, donde un grupo musical, tipo “chimpúm”, amenizaba a los comensales y unos cuantos desahogados que bailaban o escuchaban música de los 70 cantadas en árabe.
Pasar todo el día en hotel Minzah es estar embuido en los años gloriosos del siglo pasado y eso, según me cuentan los que lo conocieron, no tienen nada que ver con el glamour que se respiraba hace 40 años. Por la noche tocó cenar en otro italiano donde probamos una estupenda lubina a la sal, eso sí, antes pasamos otra vez por la Medina.
Las playas a pesar de tener arena, agua salada y olas; son diferentes. Habíamos quedado con un taxista a las 12 horas para que a las 13 horas saliéramos del hotel, pues la puntualidad no es el fuerte de estos profesionales. El taxista era peculiar, con una sonrisa tan falsa como la camiseta que llevaba, nada más montarnos en el cochambroso mercedes, nos puso a todo volumen sevillanas. No sé cuantas veces tuve que cerrar los ojos al ver las imprudencias viarias que todos los conductores cometían. Tardamos una hora en recorrer 50km, cuando estábamos llegando, cada vez me recordaba más a mi infancia cuando nos íbamos a Rota. Carreteras estrechas, muchas ventas, pocas edificaciones y quioscos formados por tres palos y una manta donde venden frutas. Nuestros amigos estaban esperándonos en una parcela de arena donde entre una vallas de madera de un metro, se encontraban varias hamacas y sillones bajo la sombra de unos cáñamos cuadrados, para así poder disfrutar del lujo occidental. El espacio pertenecía a un matrimonio italiano octogenario, si otro italiano, que regentaban justamente al lado un restaurante encantador. Entre estupendos y maravillosos platos, que no pudimos elegir, pues allí ten ponen lo que la cocinera quiere, nos contaron la historia del matrimonio que regentaba ese espacio mágico. Ella era una princesa italiana que lo dejó todo por un apuesto varón que le prometió el paraíso en Marruecos. Lo que más me llamó la atención de la playa eran los camellos que estaban apostados en la arena para pasear a los bañistas.
Habíamos quedado con el taxista a las 17 horas, cuando lo vimos llegar a las 18 horas con una chica dentro del taxi, nos quedamos un poco sorprendidos, por lo visto, la había recogido en el aeropuerto, que estaba a 35Km, y la llevaba para aprovechar el viaje, lo curioso era que ella estaba contenta. Como es muy incomodo viajar con seis personas en un coche, decidimos que nos dejara en Asilah, que se encontraba a 6 km y que después nos recogiera, sin ningún pasajero extra. Me habían hablado tan bien de Asilah y de su puesta de sol, que no me sorprendió. Era otra Medina, o sea, tiendas y tiendas y nada más que tiendas. Eso sí, la puesta de sol muy bonita. Como era lógico y natural el taxista no apareció, cuando le llamamos nos dijo que tardaría dos horas y media y que lo mejor era que cogiéramos un taxi allí, lo sorprendente es que no le habíamos pagado y que él nunca nos reclamó el dinero. Si el primer taxista era un suicida el que nos llevó a Tánger era un kamikaze y además un torpe, aunque eso sí, muy simpático. Le decíamos la dirección de hotel donde nos alojábamos y el sólo decía; zhizhizhi, cuando llegamos a un descampado del puerto nos dijo que habíamos llegado. Ante nuestro asombro y con los nervios de las prisas, pues habíamos quedado para cenar, le dijimos que nos llevara a nuestro hotel que se encontraba cerca de la plaza de los cañones y del hotel Minzah. Él con una sonrisa decía, “hotel missshá, cañonessss; zhizhizhi”, después de media hora dando vueltas vimos que el hombre no tenía ni idea y al ver que estábamos cerca de la Medina, si otra vez la Medina, le dijimos que parara que nos iríamos andando.
Después de una velada mágica en casa de nuestros amigos, al día siguiente decimos dejarlos libres. Comimos en el paseo marítimo en un restaurante que regentaba un malagueño. Con la paciencia que hay que tener en esta ciudad, cominos estupendamente viendo como los tangerinos disfrutaban de un día de playa.
Por la tarde, como no, nos fuimos a la Medina, pues Berta y mi cuñada querían comprar unas alfombras. Durante el paseo ya estaba acostumbrado a ver las singularidades de esta ciudad; los pasos de cebra no existen, las papeleras tampoco, casi todas las mujeres con velos de distintos colores, los hombres sentados en la terraza de los bares viendo pasar a la gente y otros dentro viendo el fútbol y sobre todo mucha gente abarrotando las calles de esta ciudad internacional.
El último día, antes de irnos, fuimos a la Medina, si otra vez la Medina, para comprar las alfombras y algún que otro regalillo que algunos privilegiados obtendrán.
Las fotos que muestro son el resumen de lo que he visto y vivido en dos dimensiones.
[…] verano en Tánger me llamó la atención los pocos perros que había por la calle siendo paseados por sus […]