La primera vez que estuve en el callejón de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla fue un Domingo de Resurrección. Me sentía eufórico pues pisaba el albero de ese pequeño pasillo donde podían observarse las caras de expectación de unos y de preocupación de otros en contraste con unas gradas llenas a reventar de público, bien arreglado, en las que el buen aficionado sonreía de satisfacción y el no aficionado lo hacía para presumir por estar allí. Durante dos años no trabajé el Domingo de Resurrección, pero fui como aficionado, con la morriña del trabajo, disfruté como el espectador que se encontraba a mitad de camino entre el aficionado y el exhibicionista.
El Domingo pasado, no sentí ni vi lo que tantos años había esperado con ilusión. ¡Qué pena que la Plaza de Toros más bonita del mundo no se haya confabulado ese día tan especial con la conjunción de toreros y espectadores!. ¿De quién es la culpa?. Se podrá discutir durante horas y horas sobre el tema, pero lo que está claro es que el daño colateral que se le ha hecho a la aficción por los dimes y diretes de los responsables del evento (toreros y empresarios); no es ni lógico ni razonable.