Kiel, nos ha recibido con una leve lluvia. El barco está prácticamente pegado a la ciudad, pues no es un puerto de mar abierto, sino que entras por una dársena. No soy de los que piensan que Sevilla es el ombligo del mundo, aunque algunas veces pudiera ser, pero Kiel me ha recordado a mi ciudad y no porque se parezca sino por hacer todo lo contrario; haber vivido durante tantos años dándole la espalda al único río navegable que hay en España.
La ciudad en sí, no tiene nada interesante que ver. Una iglesia evangélica donde te llama la atención la figura de una gran Cristo desproporcionado y crucificado que está justamente delante de su altar. En la puerta de la Iglesia se encontraba su correspondiente pobre, parece que estos en todos los sitios son iguales. Esa estampa me ha hecho recordar lo fácil que es manipular las cosas. En Kiel, he fotografiado además del pobre de la Iglesia a un grupo de «perro flautas», a un indigente durmiendo en la entrada de una tienda, a varios individuos a pie de calle con la mano levantada pidiendo limosna. Si el tal reportero de la televisión alemana al que tanto le gusta reirse de las costumbres de los españoles comentara estas fotografías, seguramente tendría un estupendo reportaje para criticar a su fabulosa nación.
La ciudad está de fiesta, por eso por la mañana estaba desierta, en varias plazas había escenarios montados y muchos kioscos de comida internacional. La española no podía faltar y entre ella, como indicababa un cartel; los chorizos.
Por los visto, la única torre antigua que queda es la del ayuntamiento. Los 7 euros que nos ha costado subir están bien aprovechados sólo por una causa; haber puesto en lo más alto del cielo de Kiel, el escudo del único e inigualable equipo que existe y existirá por los siglos de los siglos: El Real Betis Balompié. Como dato curioso puedo contar con respecto a la torre que su subida se hace en ascensor, pero sin puerta de seguridad; algo inviable en España.
Caminando por los alrededores del puerto nos hemos encontrado un espectáculo muy fryki. En un escenario estaba un señor, más serio que el Viti, cantando unas canciones regionales. Justamente abajo, un grupo de sesentones bailando una cosa muy rara. Daban vueltas entre ellos para encontrarse con un compañero cada vez distinto y a los cuatro o cinco compases se chocaban la manos dando un grito de: «Yuju». Pero lo mejor era la vestimenta de las corpulentas y tetonas bailarinas. Llevaban unas faltas de mucho vuelo multicolor, que lo único que hacía era romper el poco atractivo que producía verlas cuando aireaban sus piernas al ritmo de la música.
Después de dos horas de dar vueltas por una ciudad que ni fu ni fa, hemos decidido volver al barco y tomarnos unas cuantas cervezas en la popa, lugar desde donde escribo en estos momentos y que junto al bar que está justo al lado, ha sido el sito que por ahora me tiene cautivado.